Hoy hace exactamente 10 días que no he abierto la boca más que para preguntarle a mi pareja que qué hacemos de comer.
Sí, aunque parezca extraño siendo cantaora de flamenco y teniendo un guitarrista en casa, desde mi último día de trabajo antes de la ‘reclusión’ no he vuelto a cantar. Sé que quizás os pueda parecer un bicho raro por no sumarme a esa corriente, que a día de hoy, intenta hacernos más ameno este proceso a través de la música ofreciéndonos conciertos en streaming o desde su balcón, pero es que no me apetece cantar. ¿Tengo que sentirme mal por ello? ¿Será que realmente no me gusta lo que hago?
Inevitablemente, todo esto me lleva a recordar mis inicios en el cante ‘jondo’ allá por el año 2002. En esa búsqueda ansiosa de la eterna sabiduría me pasaba las horas muertas escuchando discos, estudiando cantes, leyendo biografías de distintos artistas, asistiendo a clases y por supuesto, yendo a Peñas Flamencas.
Fue en uno de esos templos del Flamenco donde escuché por primera vez una serie de frases lapidarias que me han acompañado a lo largo de mis 18 años de carrera artística: ‘hay que escuchar a los antiguos’, ‘para beber hay que ir a la fuente’, ‘para cantar con pellizco hay que pasar hambre y muchas fatigas’, ‘para cantar bien por seguiriyas te tiene que saber la boca a sangre’…
¡Dios mío de mi alma! ¿Pero esto qué es? Os pongo en situación: yo tenía 12 años. Imaginaos lo que supusieron estas revelaciones para una chiquilla en el umbral de la edad del pavo. Ya no sabía si por el mero hecho de que se me hubiera antojado meterme a cantaora mi madre me iba a tener todo el día acarreando cantaritos de agua de la fuente o si me iba a dejar sin comer por aquello de pasar hambre, por no hablar del miedo que me entró, cuanto menos justificado, de ir a una Peña y que el aficionado de turno me arreara un alpargatazo en la boca por aquello de la sangre.
Ya me veía agotada de cargar agua, muerta de hambre, con cuatro dientes menos y encima escuchando grabaciones de 1900, que os puedo asegurar que algunas no distan mucho de ser auténticas psicofonías. Qué panorama tan espléndido, ¿verdad? Lo que no entiendo es cómo no salí corriendo. Bueno, si lo sé. El pertenecer a un linaje de incansables guerreros ha hecho que jamás abandone la lucha por alcanzar mi sueño: ser una cantaora de renombre.
Cantaora de renombre o no, a día de hoy puedo decir con gran orgullo que me dedico a lo que verdaderamente me gusta, pese a haber tenido que renunciar a muchas cosas como por ejemplo, estar en mi Huelva querida muy cerquita de mi familia.
También puedo deciros que a lo largo de estos años he entendido el sentido y el significado de esos ‘mantras’ que tantas veces me han retumbado en la cabeza, teniendo muy en cuenta que el contexto histórico y social no es el mismo.
‘El buen cante tiene que dolerte’, que traducido resulta: si cantas con el corazón, sintiendo lo que estás diciendo y siendo plenamente consciente del mensaje, ten por seguro que vas a llegar a lo más profundo del alma de la persona que te está escuchando.
¡Y cómo duele! He tenido momentos en los que no sabía si el cante me dolía a mí o yo a él. Como se suele decir: ‘el que canta, su mal espanta’. Siempre he pensado qué menos mal que tengo el cante para poder expresarme con total libertad. A través de él, he reído, he llorado, me he enamorado, me he desenamorado…
Cada uno reacciona como sabe ante ciertas situaciones y lo que tenemos encima no es moco de pavo. No sé si es por eso que aún no me ha salido el cantarme alguna letrilla aunque sea en la ducha. Quizás esté paralizada por las circunstancias y aún no he sido capaz de reaccionar. Lo que si tengo claro es que el día que vuelva a cantar, lo haré con mis cinco sentidos ya que como dice mi querido y admirado Arcángel: ‘lo que del alma sale, lleva la verdad’.
Mientras tanto, recuerden, el silencio también es música.
Pero qué guapa!!